Medellín es una muchacha con tatuajes en sus piernas blancas y bajo el brazo guarda algunas cicatrices que uno no sabe a ciencia cierta si son marcas congénitas o equivocaciones anacrónicas que se esconden encima de sus lomas, igual el sentimiento es esdrújulo.
A Medellín le lucen los piercings y le encajan bien los pantalones a la cadera y en la melena negra que tiene lucen muy bien esos reflejos morados.
Su olor a flores, a un clima que es andrógino, uno nunca sabe si hay frío o hay calor, tan solo apelas a la trillada frase primavera eterna y a conformarte con un beso en la mejilla de “solo amigos”.
Además ella no habla, canta, como también tiene esa manía de tan malos gustos por hombres con aliento a cigarro y flacos como René Higuita cuando arriesgado paraba las pelotas de escorpión.
Alguna vez Medellín fue bipolar, eso me contaron las abuelas detrás del mirador del pueblito Paisa, aunque intenta estar en tratamiento con el polen de las flores y creer a punta de autoelogios que el futuro será mejor. Atrás, bien enterrado, queda el mito de lo malo, la pleitesía palaciega de quienes a punta de no tener razón pretendían la violencia.
Lo verdaderamente malo: Medellín corrió en pantaletas en la plaza de Botero allí hizo el ridículo no le quedó bien el "énfasis en la forma" (sólo a Fernando le luce), sabe que la magia está en sus gentes y si hay gigantes en vez de molinos, entonces hay Boteros cagados de paloma, en vez de gorditas simpáticas.
Vos sabéis que es así (Te lo estoy diciendo en maracucho). Igual me gustáis Medellín.
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