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Yo también soy un migrante



Sin duda fue aquella marca tenebrosa en mi antebrazo la que rebasó el vaso de agua. Por mi cabeza ya rondaban ideas de buscar mejores horizontes ante una cotidianidad que te esclaviza y suele ser anormal desde todo punto de vista. 

Y precisamente cuando digo marca tenebrosa, no me refiero a la invención de Rowling, la celebérrima maestra escritora inglesa de Harry Potter, sino al número serial, a guisa de turno, que en ese momento, marcaban en los antebrazos de las personas para comprar un kilo de leche maternizada, pues vale destacar que en Maracaibo, Venezuela, lo digo en el momento, noviembre de 2015, se hacía esa práctica injuriosa y perversa con todos los productos.

Además de la olímpica cola o fila, uno tenía que soportar quedamente los abusos de las mafias de contrabandistas, mejor conocido como "bachaqueros", quienes sabiendo la llegada exacta del producto, entraban osados, procaces, dueños de todo, a ocupar los primeros espacios de la anacóndita cola.

A lo mejor muchos dirán que es exagerado, pero lo que más me dolió, fue ver a personas de la comunidad donde yo por años dejé la piel, exalumnos, vecinos, formar ese contubernio malévolo de bachaqueros. Para mí fue el acabóse, "He arado en el mar", dije, el corazón a pedazos, era el termómetro en vivo y en íntimo de una sociedad que comenzaba a perder los estribos.

Así pues decidí la travesía de convertirme en un migrante más. Colombia fue mi destino. Atrás quedaron mis años de trabajo, mi familia, mis amigos, mis compañeros de sueños, mi casa, mi carro y hasta mis perros. Vendí todo. Comencé de cero.

La sensación de desarraigo es totalmente indescriptible, sientes la ausencia, anhelas la rutina, comienzas en una espiral de querencias que te amilanan. Admito que no ha sido fácil, con todo y que he llegado a hacer labor como periodista en calidad de independiente, abdicando de mi posibilidad de seguridad social, toda una espada de Damocles, pero a cambio de normalidad.

Sin duda el cambio fue diametral, Bogotá me acogió con los brazos abiertos, me adapté de un modo formidable y he comenzado a sentir sus problemas, sus angustias, sus alegrías; he comenzado a apropiarme de sus expresiones, comidas, costumbres; me he indignado con ellos ante la corrupción; he sentido su calidez cada vez que hablamos de Venezuela; de oriente a occidente, de norte a sur, sus tinticos, aromáticas, su ajiaco, su transmilenio (con todo y sus bemoles y pisotones), su Monserrate, Las Jiménez, Museo del Oro, La Candelaria, El Lucero y Usaquén van convirtiéndose en espacios que poco a poco van siendo míos.

En la remembranza quedan los Haticos, Las Delicias, el Cuatro, El Varillal, Sabaneta; los cepillados, los pastelitos, las mandocas; el Paseo del Lago, el Mirador, Plaza de la República, la Basílica, el lago, siguen siendo míos, están allí en mi corazón, Maracaibo sigue siendo mía también.

Cuando mi abuela decidió cambiar su natal Isnotú, la tierra de José Gregorio Hernández, por Maracaibo, quizá también pasó por lo mismo, pero hizo suya esa tierra la cual heredé y ahora me llevo. Mis nietos serán rolos, quien sabe, también ellos partirán en busca de sus sueños.

Los flujos migratorios son tan viejos como el diablo, me duele ver como algunos asumen estos tránsitos como un problema y siguen construyendo muros de todo tipo, especialmente los creados por prejuicios y estereotipos. Ayer fueron los colombianos, hoy son los venezolanos; tenemos que mirar los puntos de encuentro, somos producto de la movilidad humana, eso será inevitable.

Por eso asumo con orgullo, aún con mi "vos" muy maracucho, "Yo también soy un migrante", brazos abiertos no me han faltado, trabajo tampoco, gracias a Dios que me acompaña. Ojalá las marcas tenebrosas, que dudo que a estas alturas continúen, porque los mecanismos de escasez han hecho migrar a prácticas aún más viles, desaparezcan en mi patria y todo este asunto de tránsitos se convierta en solo una opción y Venezuela vuelva a ser una tierra de acogida. Así lo declaro.

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